Sueño de Navidad
“Aquella Navidad, mi sueño se cumplió”.
I
Nunca
he tenido una vida perfecta, yo tampoco lo soy, ni lo seré nunca. Todo lo que
he conseguido en mi vida es un trabajo y un marido, que dentro de lo que cabe
me trata bien y eso ya era mucho más d el que podía pedir y mucho más de lo que me decía mi
experiencia.
Por
aquella época rozaba los cuarenta, Leo era mi única familia, pues siempre me
negué a tener hijos, por mucho que él insistiera; no tenía ni tiempo ni ganas, y desde luego no quería ser la
culpable de que alguien sufriera como lo hice yo, desde que mi cabeza recuerda.
Cada
vez que se avecinaba una de esas épocas
emotivas en las que todo el mundo derrocha felicidad por las esquinas, a mi me
tocaba fingirla, pero lo de poner buena cara ya se encontraba en mis planes
diarios.
Esa
Navidad fue diferente a todas las demás, todo cambio de rumbo sin previo aviso.
El
20 de Diciembre, me levanté con las mismas ganas que todas las mañanas, es
decir, ninguna; me volví hacia Leo para darle el rutinario beso de buenos días,
uno de los pocos signos de cariño forzado que seguía manteniendo.
Leo,
tenía 43 años y era comercial. Le conocí con 27 por casualidad en la boda de una de mis mejores amigas y desde
ese día no nos habíamos separado. Dos años duró la magia y el amor, por lo
menos por mi parte, y supongo que por su parte también porque llevaba
engañándome, o yo pensaba que lo hacía desde los 31, hecho que realmente no me molestaba
lo más mínimo y que fingía no saber.
Desayunar,
lavarme los dientes, vestirme, peinarme, mirarme al espejo pensando en lo
desmejorada que estaba y los kilos que me sobraban. Recuerdo cuando todavía
tenía esas ganas de vivir y luchar en mi día a día, un cuerpo atlético y
juventud; pero todo eso se había quedado en un bonito recuerdo y nostalgia
maldita.
Me
ponía en marcha hacia el trabajo, ese que tanto había deseado durante años, por el que había estudiado hasta la
saciedad y depositado toda mi ilusión y que acabó conmigo en una oficina, sentada durante ocho
interminables horas, en las que el jefe se dedicaba a pasear, poner malas caras
y quejarse; todo por un mísero sueldo que a duras penas llega para pagar el
alquiler y la comida.
Mi
móvil sonó aquella mañana, era mi madre, con una voz cada vez más débil y con
un tono que denotaba las ganas que tenía de salir de la soledad de su casa.
-Sí
mamá, haremos la cena de Navidad como siempre. Yo me encargo de la comida y
todo lo demás. Os esperamos a las ocho, ya sabes.
Ella
nunca me había dado cariño, ni lo necesitaba, en realidad lo terminé rehuyendo
y esquivando a cada persona que trataba de dármelo; eso no era ni de mi estilo,
ni de mi agrado. Pero todos sabemos cómo son
las convenciones sociales, lo de darse besos y abrazos todo el día por
cualquier idiotez, algo que no iba conmigo y de hecho, me incomodaba.
Como
cada mañana me acerqué al café de la esquina para tomar aquella sustancia que
me proporcionaba la energía y motivación que ya no tenía. Saludé a Tamara, la
camarera que llevaba trabajando allí desde los 15 años que yo había estado
frecuentando la cafetería y que enseguida me puso mi café habitual. Cuando
terminé, me dispuse a salir hacia mi oficina. De repente todo comenzó a dar vueltas, el pitido de los
coches se hizo más intenso, la cabeza me retumbaba como si una banda de
tambores se paseara por ella, mis ojos empezaban a vencerse impidiéndome ver
cada vez más, hasta que los cerré por completo y caí desplomada en la acera.
II
La luz fluorescente
del hospital era terriblemente incómoda y cegadora, estaba aturdida y me había
invadido un malestar impropio en mí. Allí estaba mi familia, es decir, mi
marido y mi madre que aguardaban impacientes a que pronunciara mi primera
palabra después de lo sucedido. En dos días volví a casa, no sabían qué me
había pasado, pero después del incidente y las infinitas pruebas a las que me
habían sometido, todo parecía normal y suponiendo que fue uno de esos típicos
bajones de azúcar me dieron el alta.
En esos
dos días me dediqué, con ayuda de mi madre, a hacer todos los preparativos para
la cena de Nochebuena y comprar los regalos. Aquella tarde me habían dejado
sola en el piso, me senté junto a la chimenea a leer un libro mientras
observaba como ardía la leña.
Bajo
mi asombro y incredulidad el fuego comenzó a avivarse y las puertas que lo
separaban de mí se abrieron de par en par dejando salir las llamas y el humo.
El pánico se apoderó de mí, no podía salir de mi asombro y mientras me debatía
entre entre quedarme quieta a observar
qué pasaba o ir a por un cubo de agua para evitar que se quemara la casa, el
humo comenzó a tomar forma. Lo primero que pasó por mi cabeza, es que estaba
dormida, pero el calor y la imagen era tan real, que me convencí a mí misma de
que podría ser posible.
El
humo continuó saliendo durante minutos y cada vez se hizo más evidente la forma de hombre, no sabría cómo describirlo,
¡era tan real...!. Mi lado racional se desplomó cuando aquel ente que se
mostraba ante mí, comenzó a hablar.
<<Sé que
tu vida no ha sido fácil, sé que no has tenido suerte, pero todo puede cambiar
a partir de ahora>>
Un
sinfín de preguntas invadían mi cabeza. - ¿Cómo? ¿De verdad esto me estaba
pasando? ¿Qué era? ¿Una especie de espíritu de la Navidad? ¿Por qué a mí?
¿Podría cambiar mi vida, podría ser feliz? ¿Existía la felicidad?
Para
ser sincera, lo único que había deseado desde los veinte era quedarme dormida,
no volver a despertar y acabar con todo este desastre que era mi vida. Pero la
esperanza de que todo cambiara tenía forma de hombre y estaba compuesta de
humo.
<<Voy a
estar a tu lado, para ayudarte, para que todo cambie, para que seas feliz y
para que vuelva el brillo que veía en tus ojos antes>>
¿Cómo
era eso posible? ¿Iba a concederme algún deseo? ¿Me pediría algo a cambio? ¿Qué
era realmente lo que quería? Pero mi asombro lo único que me dejaba era
escuchar a aquella extraña criatura que se había materializado ante mí.
<<Sé que
no he sido el mejor marido pero... te quiero Carol, siempre lo he hecho. Aunque
no me he esforzado lo suficiente por hacerte reír, por comenzar nuevos
proyectos, para que valga la pena pasar tiempo juntos>>
En
ese momento la figura se derrumbó y dejó paso a las llamas que, rápidamente se
propagaron y comenzaron a quemar toda la casa, reduciéndolo todo a cenizas; mi
cuerpo ardía entre ellas, el corazón palpitaba cada vez con más fuerza, parecía
que iba a salirse del pecho, hasta que, como si fuera fruto del cansancio, se
debilitó hasta pararse.
Fue
en ese preciso instante cuando supe la verdad: nunca había salido de aquel
hospital. Había estado en coma durante todo ese tiempo y todo había sido fruto
de mi delirio. La extraña figura, no era otra cosa que la voz de mi marido, que
me hablaba, siendo consciente de que podía ser la última vez y al que yo, desde
mi ensoñación le había puesto cuerpo.
Las
llamas tampoco existieron, en realidad fueron mis últimos minutos de vida en la
tierra, el ardor de mi cuerpo, que culminó en una parada de corazón que pondría
fin a mis días como, dramáticamente, había deseado y pedido siempre.
“Aquella
Navidad, mi sueño se cumplió ”.

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